Documentación

10 PM | 26 Ene

ANGELOPOULOS

Theo Angelopoulos nace en Atenas en 1935. Tras estudiar en el IDHEC (la Escuela Francesa de Cine) y codearse con toda la efervescencia parisina de los años sesenta, regresa a Grecia, donde es contratado como crítico de cine para el diario Allagi, hasta que la Junta Militar fuerza su cierre. En 1970 completa su primer largometraje, Reconstrucción, con el que gana un premio en el Festival d’Hyeres y acude también a Berlín, llamando la atención de los críticos de todo el mundo. Sus próximas tres películas forman una trilogía sobre la historia contemporánea de Grecia, donde se aprecia ya un discurso que recorrerá parte de su cinematografía basado en una lectura del pasado con ribetes brechtianos: Días del ’36, El viaje de los comediantes y Los cazadores. Con la segunda logra el Premio Internacional de la Crítica en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes de 1975 y es, desde entonces, considerada una obra maestra del cine moderno.

El poder es una vez más protagonista en Alejandro Magno (1980), el relato de un tirano nacido del pueblo que es, en última instancia, destruido por ese mismo pueblo. En la década de los ochenta Angelopoulos comienza su colaboración con el guionista y poeta Tonino Guerra en lo que se ha definido como Trilogía del silencio: Viaje a Citera, El apicultor y Paisaje en la niebla, con la que gana el León de Plata en la Mostra de Venecia. En la pasada década el cineasta ateniense se consolida como una de las referencias del séptimo arte europeo gracias a tres títulos emblemáticos: El Paso suspendido de la cigüeña, La mirada de Ulises y La eternidad y un día (con este último cosechó la Palma de Oro de Cannes). En la actualidad, tras Eleni, Theo Angelopoulos se encuentra terminando de montar su último trabajo, The Dust of Time.

 

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12 PM | 17 May

Alaa al Aswany (EL EDIFICIO YACOUBIAN)

 

                                     EL EDIFICIO YACOUBIAN, UNA NOVELA DE ALA AL ASWANI

 Este hombre corpulento pero de maneras suaves y carácter extraordinariamente amistoso, que no encuentra la manera de hacer una pausa en la conversación para salir a fumarse el tan deseado cigarrillo, ha provocado un terremoto literario y social en su país. Alaa al Aswany (El Cairo, 1957) es el autor de El edificio Yacobián (editado en castellano por Maeva y en catalán por Edicions de 1984), una contundente novela (y un exitazo editorial) que ha sacudido la sociedad egipcia por su sincero retrato, en el que se rompen tabúes y se detalla sin tapujos la corrupción, el sexo, la represión policial, la miseria, el fanatismo y la hipocresía moral y religiosa. A través de las vidas de una serie de personajes que residen en un inmueble cairota -el edificio del título-, unos en cómodos apartamentos burgueses y otros en viviendas lumpen en el tejado, Al Aswany disecciona el Egipto moderno y pone en evidencia sus males endémicos. Su dibujo de El Cairo es sensacional y todo amante de la ciudad disfrutará con su impagable descripción. “El Cairo es una ciudad muy literaria”, dice el escritor. “Además, cuando una sociedad tiene problemas reales y graves y se halla en un momento delicado y convulso, usualmente es un muy buen marco narrativo. Rusia produjo algunas de sus más grandes novelas en el periodo prerrevolucionario. El Cairo actual es tan buen escenario literario como aquél”.

 

La novela de Al Aswany, con más de cien mil ejemplares vendidos y traducida a 19 idiomas, ha llegado al cine -en una costosa producción, para los egipcios, de tres millones de dólares- y el año pasado se estrenó en Egipto. “Marco distancias con la película, que es buena y leal a la novela aunque con cierto aspecto de soap opera. Ha tenido gran éxito y también ha provocado controversia, por parte del Gobierno, como siempre. Ha sido censurada en varios países árabes, entre ellos Túnez”. Entre los personajes del edificio figuran Zaki Bey, un hedonista alcohólico, cosmopolita y mujeriego que echa pestes de Nasser y la revolución del 52 y suspira por los viejos tiempos del Club Gezira; Busayna Sayed, una joven dependienta desilusionada que se deja manosear por su jefe a cambio de unos billetes; el culto y homosexual Hatem Rachid, periodista que se dedica a depredar en los bares de alterne gay; Hagg Ezzam, corrupto empresario miembro del Parlamento por el partido en el poder involucrado en el tráfico de drogas, y Taha Shazli, el hijo del portero, que tras ver rechazado su ingreso en la policía se hace militante islámico radical, es detenido, torturado y violado y acaba de terrorista.

La mirada de Al Aswany, admirador de Gabriel García Márquez y del Cuarteto de Alejandría, es a la vez implacable y tierna. Esa mirada, y la deslumbrante facilidad, digna de Taha Hussein, que tiene para describir a gente tan variopinta no son ajenos a la profesión de Al Aswany: dentista. “Es cierto”, ríe, “ayuda mucho a conocer a las personas, y además me permite ser independiente económicamente, algo vital para un escritor en Egipto; nunca he cobrado del Gobierno”.

La visión que ofrece El edificio Yacobián es dura y hasta sórdida. “Así es, pero muy a menudo en mi país la realidad no es agradable”. Sorprende la agitada vida sexual de los personajes. “No sólo en Egipto”, ríe el novelista, “la gente es así en todas partes, el sexo se usa para muchas cosas aparte del placer, es esencial para la gente y por tanto lo es también para el novelista”. Hombre, para serle sincero, creíamos que eran más mojigatos: la religiosidad, el obligado decoro de las mujeres. “Eso es culpa de la mirada turística. Siempre hay una diferencia entre la imagen y la realidad en una dictadura. En una dictadura siempre se ofrece una imagen gris e hipócrita. Sólo en democracia puede mostrar la gente su imagen real. No es un problema del carácter egipcio, sino de las sociedades árabes bajo dictaduras”. Al Aswany utiliza con soltura la palabra dictadura. “¿Le sorprende? Democracia no es un adjetivo como belleza para una mujer. La hay o no la hay. Existe un criterio muy determinado para decir si un régimen es democrático o no. Si hay elecciones libres, respeto a los derechos humanos, si no hay detenidos sin juicio… Aplique estas condiciones a Egipto y saque consecuencias”. El autor admite que esa sorprendente franqueza le ha causado problemas en su país, “aunque mínimos, nada comparado con los de la gente que han sido detenidos y torturados”.

Al Aswany considera que los males de Egipto son consecuencia de la falta de democracia. “Tengo una mirada médica sobre eso: la falta de democracia es la enfermedad y lo otro, la corrupción, la pobreza, el fanatismo, son las complicaciones de esa enfermedad, resultado de decisiones equivocadas en el tratamiento. En mi novela, el personaje de Taha muestra cómo alguien llega a terrorista: no nace sino que se crea a base de injusticias y humillaciones”. La cruda forma en que describe las torturas y vejaciones del joven en comisaría -sodomizado diez veces- hace raro que las autoridades dejen tranquilo a Al Aswany. Por otro lado, a los fundamentalistas no les debe hacer gracia su mirada escéptica de la población egipcia (por no hablar del corrupto sheikh que trata de justificar un aborto con argumentos religiosos). “Creo que el problema me vendrá al final del Gobierno, no del fanatismo religioso, aunque mi última novela, Chicago, aparecida en Egipto en enero, me ha deparado insultos desde ese sector.

Sea como fuere, el novelista, que dice que no está preocupado por su seguridad cuando se le recuerda el acuchillamiento de su admirado Naguib Mahfuz, subraya que el pueblo egipcio es más tolerante de lo que parece. “Hemos convivido con todo tipo de gente y la historia nos ha hecho muy flexibles”. El edificio Yacobián, esa mezcla de 13 Rue del Percebe y Arriba y abajo en versión literaria y cairota, parece una metáfora de la sociedad egipcia. “Puede verse así, pero no lo escribí pensando en ello. Cuando escribo novelas tengo claro que es eso lo que hago y cuando quiero hablar de política escribo artículos. Mi motivación era diferente en El edificio Yacobián, dar vida a unos personajes y seguirles. Eso, claro, lleva a presentar defectos de la sociedad y la política, pero no es el objetivo”. Pese a que algún personaje, especialmente Zaki, expresa ideas muy parecidas a las suyas, Al Aswany subraya que no describe su opinión en la novela. “Me gusta la imagen de que el novelista es como el titiritero de un guiñol, ha de permanecer siempre oculto del público y si lo ves se destruye el espectáculo”.

 

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11 AM | 28 Abr

SIN TECHO NI LEY

 

 

“Tu no existes”, le dirá en un momento de esta película un agricultor contracultural a Mona (Sandrine Bonnaire) al ver que no responde a las posibilidades de trabajo y relativa estabilidad que le ha ofrecido. Y es cierto; la protagonista de SANS TOIT NI LOI (1985) -con la que Agnès Varda logró uno de los mayores éxitos de crítica de su trayectoria como realizadora cinematográfica- inicia su presencia en la película apareciendo muerta en una cuneta y totalmente desarrapada.

Es a partir del descubrimiento de su cadáver como una voz en off –presumiblemente la propia realizadora- intenta redescubrir las últimas semanas de existencia de este singular personaje, libre, inconformista y sin ataduras, que en su deambular por un sur de Francia eminentemente rural mostrará su profundo escepticismo ante los personajes que con ella se encuentran, por más que a ellos su presencia si que marque de una u otra forma sus vidas. A partir de esa dicotomía se establece la génesis de una película que deliberadamente carece de conflicto dramático. En todo momento sabemos la conclusión de las andanzas y desde los primeros compases del metraje podemos advertir la verdadera mirada que la veterana realizadora francesa impone a sus fotogramas. Introduciendo actores semiprofesionales, afrontando una impronta visual que capta la sombría tristeza del campo, la psicología de unos personajes que sorprendentemente se entrelazan a partir de su relación con Mona.

Ella es una joven para la que aparentemente no importan los sentimientos, la estabilidad ni vinculo alguno de atadura a lo comúnmente establecido. Vistiendo en todo momento con una ropa gastada, abandonando toda norma de higiene, probando la droga cuando puede o trabajando esporádicamente únicamente para sobrevivir, la joven se pasea con su imperturbable hieratismo –al que la estupenda interpretación de la Bonnaire otorga toda su fuerza y naturalismo-, nuestra protagonista se pasea por antiguas mansiones rurales, contempla árboles enfermos, se hospeda en caravanas u hogares en ruinas, convive con inmigrantes y delincuentes y no deja de impresionar a personas de estabilidad económica y profesional con las que, sin embargo, no querrá transigir.

La cámara de Agnès Varda se ofrece contemplativa, con resonancias bressonianas, utilizando una sencilla planificación con predominio de panorámicas y un cierto regusto al detalle –esa imagen en la que vemos en una cafetería las manos cuidadas de la mujer que la porta en su coche, comparada con las encallecidas y sucias de Mona-. Es evidente que la sobriedad de la configuración de SIN TECHO NI LEY, esa ausencia de toma de postura, esa mirada limpia y sin prejuicios a lugares, personajes y situaciones marginales o poco tratadas en la pantalla, son las que otorgan la fuerza a un film que de una parte ofrece momentos tan sinceros, divertidos y entrañables como la complicidad que –mediante unos coñacs- se ofrece entre Mona y la anciana dueña de la mansión en el campo. Por otra parte, no es menos cierto que aquellos elementos que quizá en su momento pudieron ofrecer más impacto en el momento de estreno de la película –esas intermitentes miradas/confesiones de varios de sus personajes al espectador-, ahora aparezcan un tanto innecesarios.

Película sobria y sin concesiones pero al mismo tiempo concebida como un producto claramente “de prestigio”, es indudable que pese a todo SANS TOIT NI LOI ha logrado sobrellevar con entereza la prueba del paso del tiempo, con una mirada tan triste como verista de un universo rural y frío –en este elemento si que la fisicidad de sus paisajes traspasan la pantalla- y una dirección de actores sincera y creíble en la cual podemos encontrar ecos de ese cinema-verité en el que la realizadora se introdujo como directora muchos años atrás.

 

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01 PM | 13 Mar

EL DETECTIVE QUE TENTO AL DESTINO

 

                                                BEATRIZ MARTINEZ (MIRADAS DE CINE)

 La Historia del cine se ha venido construyendo a partir de movimientos de ruptura que de una u otra forma han intentado renovar, liberarse de las ataduras o cambiar aquellos patrones formales, estéticos y narrativos que por su uso indiscriminado ya habían quedado exprimidos, agotando todas las posibilidades expresivas y artísticas por las que una vez en el pasado, habían florecido adquiriendo una auténtica razón de ser.

Normalmente cuando hablamos de este tipo de revoluciones cinematográficas, solemos trasladar nuestro punto de mira al viejo continente, donde se han dado algunas de las más ilustres: el expresionismo de los años 20, el neorrealismo italiano de los 40, la Nouvelle Vague en los sesenta acompañada del Free Cinema inglés y el Nuevo Cine Alemán…

Sin embargo en la década de los setenta el foco restaurador de irradiación de tendencias dentro del panorama fílmico internacional se situó dentro de las fronteras americanas.

 

La convulsión cultural iniciada en la época anterior constituyó el caldo de cultivo para la consolidación de una nutrida nómina de directores que iban a trastocar los cimientos de la industria hollywoodiense: Francis Ford Coppolla, Martin Scorsese, Standley Kubrick, Woody Allen, Robert Altman, George Lucas, Steven Spielberg, Paul Schader, Terrence Malick, Brian de Palma, John Cassavettes… contribuyeron a la creación de un efervescente y variado paisaje creativo en el que se integraban el espíritu trasgresor de algunos, con las ansias de otros de convertir el hecho fílmico en un espectáculo de exclusiva rentabilidad económica. Por eso, para bien o para mal, los setenta es la época en la que se gestaron los modos de conducta que han permanecido en el seno del sistema de producción americano hasta nuestros días.

Sin embargo, en las primeras películas de estos incipientes cineastas, todavía no se atisbaban los rasgos acomodaticios que más tarde (en la mayoría de los casos, no en todos) caracterizarían sus carreras profesionales. Muy al contrario, nos encontramos con obras innovadoras técnicamente, transgresoras desde el punto de vista de la no adaptación a los convencionalismos sociales, de portentosa fuerza visual y enorme arrastre emocional, y sobre todo de extremo virtuosismo en el empleo de las posibilidades que ofrecen los recursos de la imagen. Ésas son algunas de las características que subyacen en el seno de obras imprescindibles de la época como son El padrino I y II (The Goodfather, 1972 y Goodfather: part II, 1974) de Francis Ford Copolla, Malas calles (Mean Streets, 1973) y Taxi Driver (1976) de Martin Scorsese, La naranja mecánica (A Clockwork orange, 1971)  de Standley Kubrick, La noche se mueve (1975 , Nights Moves, Arthur Penn)…

Quizás sean éstos algunos de los films que mejor definen el espíritu de una época y configuran la fuerza conjunta de toda una generación que supo entender a la perfección al espíritu de los nuevos tiempos.

Polanski, el cineasta nómada

Polanski no nació en América, pero su condición de cineasta errante le llevó a condicionarse de una manera sumamente permeable a cualquiera de los sistemas de producción en los que desarrolló sus ficciones.

En su Polonia natal filmó algunos cortos y la película que supuso su debut en el largometraje, El cuchillo sobre el agua (1962, Noz W Wodzie). En Inglaterra rueda Repulsión (1965, Repulsion) y Callejón sin salida (1966, Cul-De-Sac). Más tarde también se trasladó a Italia, España y sobre todo Francia, donde se establecería definitivamente, para la realización de sus trabajos, pero lo que nos interesa realmente es que en los albores de la década de los setenta se produjo su desembarco en el cine americano con El baile de los vampiros (1967, The Fearless Vampire Killers). Si hasta ese momento el cine de Polanski había estado marcado por el influjo decisivo de la vanguardia europea, cuyos recursos y hallazgos empleó como moldes para la realización de películas sumamente personales en las que trató de dar cabida a todas las obsesiones que poblaban su universo creativo, en el momento que aterrizó en los USA comenzó un nuevo proceso de adecuación a las circunstancias culturales a las que intentaba tomar el pulso. Así comienza una época en la que brillantemente Polanski se inserta en la industria hollywoodiense a través de la práctica del reciclaje genérico.

En El baile de los vampiros, el autor subvierte los códigos establecidos para realizar una desmitificadora comedia en torno a la figura del clásico chupasangres, en La semilla del diablo (1968, Rosemary´s Baby), construye un hábil relato de terror psicológico donde, a través de la sugerencia, se crea un ambiente de pesadilla mediante la sabia dosificación de la tensión ambiental a partir de los elementos de la vida cotidiana… Precisamente cuando se encuentra en el punto más álgido de su carrera gracias al éxito conseguido con esta última película, se produce uno de los hechos personales más fatídicos que marcaron su vida, el asesinato de su esposa Sharon Tate a manos del psicópata Manson.

De forma voluntaria se exilio de nuevo a Europa, donde filmaría una sanguinaria revisión de la más cruel novela de Shakespeare, Macbeth (1971, Macbeth) y un fallido pasatiempo erótico titulado ¿Qué? (1973, What?). Cuando las heridas de su traumático y reciente pasado todavía no se habían cicatrizado del todo, recibió la suculenta oferta del productor Robert Evans para regresar a Hollywood por la puerta grande con una película de gran presupuesto que intentaba ser una suerte de remembranza de las randes producciones de cine negro de los años cuarenta. El guión había sido escrito por Robert Towne con la intención de ser dirigido por él mismo, pero Robert Evans decidió recurrir al genio de Roman Polanski (utilizando como intermediario a Jack Nicholson) para asegurar una inversión que sin duda iba a ser costosa y que podría devolverle las mieles del éxito conseguido unos años antes gracias a la producción de El Padrino.

El mito de chinatown

No es Chinatown precisamente una película representativa de los años setenta, ya que su ambientación nos retrotrae al pasado, además a un cine de características muy determinadas, de personajes tipificados, de recursos dramáticos predefinidos, de estética previamente configurada… es decir que es cine realizado en los setenta que intenta emular o recuperar el espíritu de los grandes clásicos del noir que se hacían en los cuarenta.

Tampoco es Chinatown una película muy “polanski”, es decir, que es complicado rastrear en ella el sello personal de un director que habitualmente había sabido impregnar cada una de sus obras con una serie de particularidades que las hacían sensiblemente identificables.

Al fin y al cabo, también hay que tener en cuenta que se trataba de un encargo en el que tuvo que trabajar a partir de un guión previo ajeno, escrito por un receloso guionista que no admitía ningún tipo de variación en los planteamientos narrativos que había establecido (recordemos que la mayoría de los proyectos particulares de Polanski han sido elaborados por él mismo en colaboración con Gérard Branch), y sujeto a la férrea mirada de un productor-estrella como era en aquel momento Robert Evans.

En los años setenta Polanski también firmó una de sus mejores y más representativas películas, la deliciosa El quimérico inquilino (Le locataire, 1976), y sin embargo, siempre es Chinatown la que termina por erigirse como su obra cumbre de esta época.

Su clasicismo, su corrección técnica, su elegancia formal, su sobriedad estilística, su modélico entramado narrativo, y sobre todo la fuerza que consiguen desprender unos fotogramas cargados de nostalgia, la situaron desde el mismo momento de su estreno en el altar de las grandes obras de referencia del cine americano.

Definición genérica: “neo-noir”

Considerada por algunos como un homenaje explícito al film noir de los años cuarenta y a la novela negra que popularizaron escritores como Hammett o Chandler, por otros como una reactualización genérica a través de las nuevas posibilidades que se habían abierto en el lenguaje cinematográfico, lo cierto es que algunos críticos iniciaron una polémica acerca de la definición y los límites de lo que se ha venido llamando como cine negro (denominación también lo suficientemente confusa para levantar otros tantos ríos de tinta en sustanciales controversias). Para José María Latorre y Javier Coma ( Luces y sombras del cine negro, publicado por Dirigido), cualquier película de ficción criminal realizada desde 1954 recibiría el calificativo de neo-noir. Para otros el cine negro comienza con El halcón maltés (The maltesse falcon, 1941) y finaliza en 1958 con Sed de mal (Touch of Evil) de Orson Welles.

Pero más allá de todas estas disyuntivas, lo cierto es que en Chinatown nos encontramos ante una película con independencia propia, es decir, una muestra de cine que no pretende plagiar los modos de conducta que caracterizaban los films clásicos, sino que se encuentra perfectamente definido y enraizado en su tiempo, ya que las acciones que narra se encuentran ancladas en un pasado más que rememorado, redefinido de acuerdo con el contexto cultural de la época.

Y la sociedad americana no atravesaba precisamente sus mejores momentos hacia el año 1974, en plena constatación del fracaso de la Guerra de Vietman, en pleno escándalo de dimisión de Nixon por el Watergate… la crispación política denotaba un profundo sentimiento de insatisfacción, de desilusión por parte del pueblo estadounidense, un dolor y una impotencia que sentía también el propio director por el reciente asesinato de su mujer y su hijo.

Por eso, aunque Robert Towne insistió en que el final de Chinatown fuera feliz, Polanski no permitió tamaña aberración, insuflando toda su profunda amargura vital en el sustrato de un relato que terminó desprendiendo un arrebatador aliento romántico y trágico, cuya intención y significado parecen recordarnos la imposibilidad que tiene el ser humano de escapar de sus miedos, inseguridades, traumas y sentimientos que, si en un momento parecen destinados a la salvación del alma, solamente terminan por acarrear más desesperanza y tristeza.

Un guión modélico

Es Chinatown una película de combustión lenta. Su estructura narrativa está confeccionada a partir de una compleja red de subtramas entretejidas entre sí a través de una serie de hilos que se unen y dispersan a medida que la acción va avanzando y el verdadero sentido de la cinta va aflorando subrepticiamente en medio de una confusión que logra clarificarse a partir de la oportuna dosificación y desvelamiento de los secretos que se esconden en su interior.

El espectador se sitúa en todo momento desde la perspectiva que nos ofrece el personaje interpretado por Jack Nicholson, el detective privado J.J. Gittes, un fisgón especializado en sacar a flote las miserias ajenas de las personas pudientes de la ciudad de Los Ángeles. Este personaje de ambigua catadura moral será el encargado de conducirnos por el relato a través de las investigaciones y las averiguaciones que emprenderá al verse casi accidentalmente involucrado en un caso de asesinato de oscuras y enrevesadas implicaciones.

En primer lugar, el guión enfoca como aspecto principal las intrigas que se suceden en torno a los problemas de suministro de agua que atraviesa la ciudad, y a los ocultos intereses que se esconden detrás de una serie de maquinaciones ilegales que realizan unos anónimos hombres de poder que se dedican a controlar y manipular a su antojo cualquier bien público para revertirlo en su propio beneficio. Poco a poco van apareciendo, con extremada precisión, las líneas narrativas por las que verdaderamente transcurrirá el relato; así, se presentan los personajes principales, Evelyn Cross (Faye Dunaway), esposa del asesinado Jefe de las Aguas y Noah Cross (John Huston), su padre y gran magnate inmobiliario, dos figuras clave para el desarrollo de las acciones que se irán desencadenado en la pantalla. Realmente, a pesar de lo intrincado de la narración, ésta tiene la virtud de no esconder ningún dato al espectador, de forma que se van dosificando gradualmente una serie de pequeños detalles, que a modo de pistas, ayudan a intuir el rumbo que pueden tomar los acontecimientos (las gafas en el estanque, el momento en el que Evelyn accidentalmente se apoya en el volante del coche haciendo sonar el claxon, la turbación que siente ésta cuando oye hablar de su padre…). Sin embargo, tardamos mucho tiempo en conocer verdaderamente a los personajes. Seguimos los movimientos de Gittes en sus investigaciones (nacidas de una curiosidad patológica inherente a su profesión), pero realmente no conocemos sus motivaciones, intenciones o pensamientos… todo lo que le rodea resulta extremadamente opaco, y en cierto modo tiene bastante que ver con su figura de private-eye, un ser anónimo que ha de hacerse invisible a los ojos de los demás, incluso a los de sí mismo.

Towne—Polanski utilizan las conversaciones aparentemente más banales para introducir información sustancial. Así, comenzamos a preguntarnos acerca de algunos misterios que rodean a los personajes: ¿Por qué abandonó Gittes el cuerpo de policía?, ¿qué extraña relación une a Evelyn con la supuesta amante de su marido?… Algunos de estos enigmas se irán desentrañando, otros quedarán velados o levemente sugeridos, pero lo realmente importante es que llega un momento en el film, en que éste explota definitivamente, en el que todos esos hilos dispersos se concentran dentro del aparente batiburrillo de ideas inconexas que de pronto, y de manera tremendamente reveladora, comienzan a encajar en el sitio adecuado y tomar un sentido concreto. Existen en el film dos instantes que así lo demuestran. El primero lo constituye el encuentro amoroso entre Gittes y Evelyn. Después de hacer el amor, mediante un picado, Polanski nos muestra a los dos tumbados en la cama, hablando Gittes por primera vez de sus preocupaciones más profundas. Es entonces cuando nos damos cuenta de que los verdaderos hechos que condicionan las acciones que se están desarrollando en el presente ocurrieron en el pasado, y que la única fuerza que mueve a los personajes es el destino aciago, un fatum cruel que los atrapa en una tupida tela de araña de la que les será imposible escapar. Gittes explica a Evelyn cómo una vez, cuando trabajaba de policía perdió a la mujer que amaba por intentar protegerla. La culpa no fue suya sino de ese barrio chino en el que trabajaba, Chinatown, espacio que se eleva como mítico en el film, un lugar maldito al que se le atribuye el poder de ejercer el mal sobre las personas ajenas a él (es decir, los blancos que no entienden las reglas internas de los orientales que viven en el guetto).

El segundo momento crucial lo protagonizan las famosas bofetadas que Gittes propina a Evelyn para intentar conocer la verdad que con tanto celo ésta ha logrado guardar acerca de la identidad de la amante de su marido. Anteriormente, para aplacar la insistencia del detective, le había confesado que era su hermana. Ahora, las verdades han de salir irremediablemente a flote. Polanski condensa en esta escena toda la tensión dramática acumulada hasta el momento. A modo de epifanía descubrimos el soplo de tragedia que había latido en el fondo de la narración, y se clarifica ante nuestro ojos que el nivel de corrupción política sobre el que había basculado el relato, era tan sólo una excusa para conducirnos a un hecho quizá más aterrador, que la verdadera podredumbre de la sociedad se encuentra en el alma de las personas.

Es Chinatown una película profundamente pesimista. Al igual que en La semilla del diablo, Polanski nos ofrece una parábola del mal insertado no sólo en las capas más altas de una sociedad, sino que esa corrupción afecta a todas las esferas, llegando a la más importante, la que tiene que ver con la degradación de las relaciones personales. Es Chinatown una película pulcra en su aspecto formal y estético, pero que oculta en su interior una violencia interna que va más allá de cualquier estallido ocasional sangriento (haciendo referencia a la escena del corte de nariz que le propina un chulesco Roman Polanski al personaje interpretado por Jack Nicholson), sino que transciende más allá, como puede comprobarse en las magníficas secuencias de cierre.

Y es que en ellas se concentra todo el espíritu de Chinatown, el de encerrona no sólo física, sino también moral, el de la sensación de impotencia, de no poder cambiar el pasado, pero tampoco el presente (que nos conduce a la idea de ciclo irreversible), ni siquiera el futuro, pues los malos ganan, y su perversidad será la que construya el porvenir de la civilizaciones. Y de eso se da cuanta Gittes en el último momento, a través de esa mirada perdida que transluce nítidamente que no hay lugar para la salvación, y que su existencia ha vuelto a perderse en la malas calles de Chinatown.

 

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